La persona y la misión de María en la Iglesia

María, ¿Quién eres?

En este libro quisiéramos contribuir modestamente, primero, a que cada miembro de la Iglesia, cada agente pastoral, cada apóstol comprometido con la obra del Señor, pueda contar con un conocimiento amplio y seguro sobre la Virgen María, expuesto en forma sencilla y asequible a todos. En segundo lugar, nuestro propósito es mostrar horizontes de una espiritualidad y pastoral mariana apta para el hombre de nuestro tiempo y capaz de dar una respuesta válida a los desafíos pedagógico-pastorales que hoy enfrenta la Iglesia.

P. Rafael Fernández de Andraca

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1. Necesidad de redescubrir a María

Cada persona es un misterio. Nunca acabamos de comprender y captar plenamente toda su riqueza. Esposos que llevan años uno junto al otro siempre experimentan el asombro al descubrir nuevas facetas en el tú amado.

Si esto es verdad en el orden cotidiano de nuestro mundo de relaciones humanas, cuánto más se verifica lo mismo en relación a las personas que amamos del orden sobrenatural. Dios es un ser inabarcable e insondable. Nunca acabamos de captar la riqueza y profundidad de lo que él ha querido revelarnos de su persona y de su amor por nosotros. Lo conocemos “como en un espejo”, sólo en la eternidad lo veremos “cara a cara”, y aún así nunca lo comprenderemos por entero.

Lo que vale plenamente para el Dios Trino, Padre, Hijo y Espíritu Santo, de modo semejante vale también en relación a los misterios que él nos ha revelado sobre la Iglesia, y en ella, en particular, respecto a la Virgen María. Veinte siglos no han bastado para agotar lo que podemos saber sobre su persona y su actuar en la Iglesia y en el mundo.

Es el Espíritu Santo, que actúa en la vida de la Iglesia, quien nos ha ido conduciendo progresivamente a la comprensión de la verdad total del dato revelado sobre la Madre del Señor. Su acción está condicionada por nuestra realidad histórica existencial. La cultura en la cual estamos inmersos, los conocimientos de los cuales disponemos en el orden teológico y humano, la sensibilidad y los valores propios de la época, nos permiten captar en nuevas perspectivas la imagen de María y, a la vez, mostrarle a ella en nuevas formas nuestro amor y devoción.

La persona de Cristo Jesús y su obra redentora es el centro de nuestra fe. La fe del Pueblo de Dios constata que según el plan de Dios, María desempeña un papel único, tanto respecto a la persona como a la obra de Cristo Redentor. Ella, sin ser el centro, está en el centro. La Iglesia, tal como Dios la pensó, es esencialmente mariana, porque no podemos pensar a Cristo sin pensar al mismo tiempo en aquella a quien Dios eligió para traerlo al mundo. Ella está al inicio de la obra redentora, dando su sí a la encarnación del Verbo; está presente en la cumbre de la obra redentora, en el Gólgota, junto a la cruz del Señor e igualmente está presente junto al Cristo resucitado en el cielo, como madre solícita que nos acompaña con su amor y cuidado materno.

Desde muy temprano la persona de la Madre de Dios fue ganando el corazón de los fieles. Poco a poco el pueblo cristiano fue descubriendo el don que Cristo nos había hecho en ella al proclamarla como madre nuestra desde lo alto de la cruz. El Espíritu Santo fue desplegando progresivamente en la conciencia eclesial la riqueza que revelaba la Palabra de Dios sobre el misterio de su ser y su actuar en la Iglesia.

En la medida en que la comunidad cristiana naciente cada día se centraba con mayor fuerza en la persona del Cristo histórico y resucitado, la imagen de María se iba perfilando con mayor nitidez y despertándose y floreciendo el amor a ella, herencia de los mismos apóstoles, de Juan, el discípulo que el Señor tanto amaba; de Lucas, el evangelista que indagó y recopiló sus recuerdos; del resto de los apóstoles y evangelistas, de esa pequeña comunidad de hombres y mujeres que junto a ella esperaban en oración, unánimes, la venida del Espíritu Santo. Ya en el siglo III se pueden constatar las primeras muestras de una devoción mariana consolidada y expresada en aquella hermosa oración “Sub tuum praesidium”:

Bajo tu amparo nos acogemos, Santa Madre de Dios; no deseches las súplicas que te dirigimos en nuestras necesidades; antes bien, líbranos siempre de todo peligro, ¡oh Virgen gloriosa y bendita! Amén.

Durante el Concilio Vaticano II la Iglesia quiso recapitular el legado de nuestra fe respecto a la Virgen María. Recogió en un documento magisterial, único en su historia, el dato de la fe sobre ella y su papel en el Pueblo de Dios. En el capítulo octavo de la Constitución Lumen Gentium, la muestra inmersa “en el misterio de Cristo y de la Iglesia”.

Posteriormente, el Papa Pablo VI, empeñado en poner en práctica la enseñanza del Concilio, publicó su famosa exhortación apostólica “Marialis Cultus” (El Culto a María).

Explica en ese documento:

La Iglesia, cuando considera la larga historia de la piedad mariana, se alegra comprobando la continuidad del hecho cultual, pero no se vincula a los esquemas representativos de las varias épocas culturales ni a las particulares concepciones antropológicas subyacentes y comprende cómo algunas expresiones de culto, perfectamente válidas en sí mismas, son menos aptas para los hombres pertenecientes a épocas y civilizaciones distintas (…) Deseamos en fin -agrega el Santo Padre- subrayar que nuestra época, como las precedentes, está llamada a verificar su propio conocimiento de la realidad con la palabra de Dios. (…)

La lectura de las Sagradas Escrituras, hecha bajo el influjo del Espíritu Santo y teniendo presentes las adquisiciones de las ciencias humanas y las variadas situaciones del mundo contemporáneo, llevará a descubrir cómo María puede ser tomada como espejo de las esperanzas de los hombres de nuestro tiempo. (MC, 37)

Quisiéramos destacar la frase del Santo Padre, donde afirma que “María puede ser tomada como espejo de las esperanzas de los hombres de nuestro tiempo”. Son muchos los signos que señalan en esta dirección.

Estamos convencidos de que ella es esa “Gran Señal” que Dios ha querido hacer brillar en forma especial en nuestro tiempo, como señal de luz y de esperanza en este cambio de época e inicio del tercer milenio.

El presente escrito quiere ser un aporte en este sentido. Pretende entregar una visión de María desde nuestro tiempo, recogiendo el legado histórico doctrinal sobre su persona y su misión. Quiere ofrecer elementos para una espiritualidad y pedagogía mariana apta para el cristiano que debe responder a los desafíos y a los signos del tiempo actual.

2. “Esta es la hora de María”

Sobre la base de la enseñanza del Concilio Vaticano II y del Papa Pablo VI, los obispos latinoamericanos reunidos en Puebla, abordaron ampliamente la realidad mariana de nuestro continente. El Papa Juan Pablo II, al iniciar su pontificado, fue quien inauguró y marcó decisivamente con su presencia y su palabra el Documento de Puebla.

Puebla no se limitó a repetir lo que ya había formulado el Concilio Vaticano II y Pablo VI, sino que lo aplicó creadoramente a la realidad latinoamericana, entregando directrices que todavía hoy guardan plena vigencia. Los obispos afirmaron en aquella ocasión en forma contundente:

La Iglesia es consciente de que “lo que importa es evangelizar no de una manera decorativa, como un barniz superficial” (EN 20). Esa Iglesia, que con nueva lucidez y decisión quiere evangelizar en lo hondo, en la raíz, en la cultura del pueblo, se vuelve a María para que el evangelio se haga más carne, más corazón de América Latina. Esta es la hora de María, tiempo de un nuevo Pentecostés que ella preside con su oración, cuando, bajo el influjo del Espíritu Santo, inicia la Iglesia un nuevo tramo en su peregrinar. Que María sea en este camino “estrella de la Evangelización siempre renovada” (EN 81). (DP 303)

“Esta es la hora de María”, ¿estamos convencidos de ello? ¿Se han sacado todas las consecuencias de esta afirmación? La respuesta a estas preguntas no es clara.

Es conocido que después del Concilio Vaticano II la veneración a María fue duramente cuestionada. Las desviaciones de la piedad mariana, el pietismo mariano, el carácter extra litúrgico y extraeclesial de muchas manifestaciones del culto a María, las exageraciones y las extrapolaciones que se daban respecto a la Virgen María, éstas y otras realidades, hicieron que se cayese en una especie de descrédito de lo mariano, por ser, así se pensaba, un factor alienante, que, para unos, desviaba de lo central, es decir, de Cristo, y, para otros, apartaba del compromiso con los urgentes cambios sociales.

La exhortación apostólica Marialis Cultus y el documento de Puebla salieron al encuentro de las críticas y dictaron pautas claras para una verdadera renovación de la piedad mariana en la Iglesia. Puebla, específicamente, abrió las puertas a una profunda revaloración y purificación de la piedad mariana popular. El ejemplo y la palabra del Papa Juan Pablo II y el proceso de decantamiento de la crisis posconciliar establecieron un mayor equilibrio y una real renovación respecto a la imagen de María y a la devoción mariana. Hoy, sin duda, se puede dar por superada la crisis. La persona y el lugar de María en el plan de salvación, el dato escriturístico sobre ella y la devoción mariana se han renovado y adecuado al sentir y a los desafíos de nuestra época.

Sin embargo, nos parece que la meta que visionariamente señaló Puebla está todavía muy lejos de cumplirse. ¿Qué significa hoy, por ejemplo, que María realmente sea “la estrella de la nueva evangelización”? ¿Qué ha significado en la práctica y qué propuesta pastoral se ha deducido del gran anhelo formulado en el Documento de Puebla: “Ella tiene que ser cada vez más la pedagoga del Evangelio en América Latina?”. (DP II:290)

Pareciera que lo mariano todavía está reducido al campo de lo puramente devocional o de la piedad popular. No se observa concretamente cómo ella juega un papel decisivo en la educación de la fe en los diversos campos de la pastoral. Se hacen estudios, se buscan nuevos métodos pastorales y se ponen en práctica nuevas planificaciones, pero parece que en gran parte la presencia de María se reduce a verla como aquella a quien pedimos ayuda y protección, sin que los planes pastorales estén intrínsecamente marcados por el sello mariano.