Paradojas (2): Acatar y discutir

Los fallos se acatan y no se discuten, se suele escuchar desde las instituciones del Estado, y en este orden, parece que el poder judicial siempre tiene la última palabra. La pregunta es, si puede haber juez o jurado, tribunal supremo o intermedio que pudiera arrogarse tal connotación en términos permanentes o no.

Jueves 2 de julio de 2015 | Jesús Ginés

Los fallos se acatan y no se discuten, dijeron con solemnidad representantes del poder ejecutivo y ratificaron los del poder legislativo. Ha quedado claro que los poderes del Estado deben respetarse mutuamente, aunque a tenor de los diálogos suscitados entre ejecutivo, legislativo y judicial, pareciera ser que prevalece este último como instancia final.

Desde la perspectiva racional de quienes solo tenemos el título de ciudadanos, de votantes o de súbditos, no nos encajan bien estos términos tan objetivamente "absolutos". Por el contrario, hemos aprendido en buena doctrina ancestral que todo hombre, sin excepción, es falible y por lo mismo, cualquier institución humana integrada por hombres igualmente falibles, no puede pretender inerrancia, impecabilidad o perfección indiscutible. De modo que no puede haber juez o jurado, tribunal supremo o intermedio que pudiera arrogarse tal connotación en términos permanentes.

El hombre libre, que lo somos todos por cierto, no está obligado a creer en autoridad humana alguna en términos absolutos, salvo que esta fuera revelada por autoridad divina y que por estricta fe aceptemos. En este caso, no es el caso. Quienes ejercen la autoridad judicial, legislativa o ejecutiva no son más que simples ciudadanos que usan toga, uniforme o ciertos símbolos externos que los califican como encargados de la convivencia ciudadana. Y nada más. Ejercicio temporal y por tanto transitorio, sujeto a yerros o imprecisiones que, lejos de condenarlos, nos los presentan como semejantes y nos hacen apreciarlos con la categoría de humanos.

En virtud de la limitación connatural a todo ser humano y en combinación con su misteriosa libertad que le permite optar por lo bueno y por lo malo, hacer o no hacer las cosas, todo hombre tiende a equivocarse e incluso a hacer directamente el mal que sabe que es malo. Y esto es igual para todos; súbditos y jefes, legisladores y votantes, jueces y reos. "Errare humanum est" (Es propio de los humanos equivocarse), asegura la sabiduría popular confirmada en los hechos y nunca desmentida en la historia. Tampoco en nuestros revueltos tiempos.

Sentado el principio, esta discusión se acata y se cierra para todos, incluso para nuestros jueces, sean estos principiantes o supremos. Y no porque lo diga un escritor, sino porque lo exige la más elemental racionalidad que todos compartimos, en distintas dosis, por cierto.

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